jueves, 27 de octubre de 2011

Cuento de otoño.

Érase una vez un señor mayor, enjuto y poca cosa, de sonrisa con olor a colacao.
Érase una vez un señor que odiaba las cadenas; al que le encantaba soñar (en silencio).
Érase una vez un señor que llevaba trabajando desde que el mundo lo hizo hombre. Era un señor que llevaba siendo señor desde los diez años.
No sabía lo que era ser libre. De hecho, para él la libertad era aquella cosa de pasar una tarde sentado bajo un almendro, mirando al cielo reír.
Era un señor con nariz grande y pelos en las orejas. Los bajos de su pantalón volaban a dos dedos del suelo, y su camisa dormitaba escondida en su pantalón.
No conocía más amor que la fidelidad de su esposa, a la que jamás había visto desnudia. Ni siquiera se podía acariciar en la ducha, porque sus cadenas de señor precoz lo ataban a las buenas costumbres.

Pero tenía un pajarillo.
Jugaba con él cada mañana, cuando el sol aún no calentaba las legañas de la ciudad.
Conforme el tiempo pasaba, el señor se hizo mayor... tan mayor que tuvo que dejar de trabajar.
¿Y qué hace con su vida alguien que lleva desde siempre haciendo lo mismo, una vez que la edad lo destituye?
El señor se vio abrumado de tiempo, algo para él desconocido, ajeno y hasta un poquito peligroso. A sus años se sintió perdido, por primera vez ocioso en un mundo loco y veloz.
Y de un día para otro, como dejó al tiempo volar sobre él, se vio convertido en lo único que le quedaba de todo eso que había conocido.

Érase una vez un señor que se convirtió en pájaro, y que vivió en forma de cuento.
(30.septiembre.2011)

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