La chica negra de ojos blancos se
me colaba por la ventana a la hora de comer, mientras yo dormía la siesta.
Acariciaba mi espalda, se colaba por mi camiseta y buscaba mis caderas. Había
perdido su identidad, ya no sabía quien era. Después de un año jugando a ser
animalito trataba de buscar de nuevo el ancla de su personalidad.
Yo ponía música y ella venía
sola. Le animaba la idea de no tener que hablar. Las explicaciones, cuando no
se quieren dar, hacen de cualquier cabeza un atajo de confusión y palabras revueltas.
A la chica negra de ojos blancos
le encantaba hacer el amor al amanecer. Lo hacía bonito, despacito y con buena
letra. ¡Así daba gusto despertar! No decía ni una palabra, y tampoco esperaba
ninguna a cambio. Ella ponía todo de su parte, era su regalo de buenos días.
Sus manos de terciopelo semejaban colas de leopardo, con esas caricias suaves,
jugando a no llegar a ningún sitio. Sonreía, y su cara oscura planteaba enigmas
infinitos; y aquellos misterios me arrastraban consigo… yo quería llegar al fin
del mundo por encontrar la respuesta que escondían esos ojos infinitos.
Si dejábamos pasar el tiempo
escuchábamos las campanas tocar, y el tiempo volaba entre las sábanas y aquel
calor de primavera. Podría pasar horas dejando volar el aire, viendo flotar
el polvo de la habitación.
Escuché en silencio, y oí el
ronroneo del dragón que dormitaba en su pecho de fuego. Me adormecí
escuchándola palpitar. Me sentía sola solísima, pero tan a gusto que no
cambiaría aquella soledad ni por un trocito de luna.
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