lunes, 2 de abril de 2012

A la hora de la siesta

La chica negra de ojos blancos se me colaba por la ventana a la hora de comer, mientras yo dormía la siesta. Acariciaba mi espalda, se colaba por mi camiseta y buscaba mis caderas. Había perdido su identidad, ya no sabía quien era. Después de un año jugando a ser animalito trataba de buscar de nuevo el ancla de su personalidad.
Yo ponía música y ella venía sola. Le animaba la idea de no tener que hablar. Las explicaciones, cuando no se quieren dar, hacen de cualquier cabeza un atajo de confusión y palabras revueltas.

A la chica negra de ojos blancos le encantaba hacer el amor al amanecer. Lo hacía bonito, despacito y con buena letra. ¡Así daba gusto despertar! No decía ni una palabra, y tampoco esperaba ninguna a cambio. Ella ponía todo de su parte, era su regalo de buenos días. Sus manos de terciopelo semejaban colas de leopardo, con esas caricias suaves, jugando a no llegar a ningún sitio. Sonreía, y su cara oscura planteaba enigmas infinitos; y aquellos misterios me arrastraban consigo… yo quería llegar al fin del mundo por encontrar la respuesta que escondían esos ojos infinitos.

Si dejábamos pasar el tiempo escuchábamos las campanas tocar, y el tiempo volaba entre las sábanas y aquel calor de primavera. Podría pasar horas dejando volar el aire, viendo flotar el polvo de la habitación.

Escuché en silencio, y oí el ronroneo del dragón que dormitaba en su pecho de fuego. Me adormecí escuchándola palpitar. Me sentía sola solísima, pero tan a gusto que no cambiaría aquella soledad ni por un trocito de luna.

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