miércoles, 15 de diciembre de 2010

Mi mamá me contó una vez el cuento de la princesita triste.

-Mi mamá me contó una vez el cuento de la princesita triste. Pero no me gustaba su final, así que un día mamá me pidió que pensara otro final distinto. Como nunca pensé un final suficientemente convincente, lo íbamos cambiando según fuese nuestro humor. Pero hace pocos días se me ocurrió uno de verdad. ¿Conoces la historia de la princesa que no sabía sonreír?
-La verdad es que no -confesó Borja. El vaivén de los columpios mecía la calma.

-Mejor. Así lo escuchas por primera vez -sonrió-. Érase una vez una princesa triste. No sabía sonreír. Al nacer, como todos los niños, había llorado tan fuerte, y le cogió un gusto tan grande que desde entonces era lo único que sabía hacer. Su papá, el rey, estaba preocupadísimo, porque ¿cómo iba a haber una reina llorona? ¿Qué iba a hacer cuando se reuniera con otros reyes, cuando estos le dijeran algo que le entristeciera? ¿Cómo afrontaría el trono una mujer que cuando veía en la cena la uña del conejo pasara toda la noche llorando?
»No, desde luego era un tremendo contratiempo que su hija no supiera reír. Porque todo el mundo sabe que si sabes reír, llorar cuesta más. La risa pinta de colores el corazón. Pero no era así para la princesa. A ella le gustaba llorar. Su llanto era la risa que no sabía hacer. Cuando algo la llenaba por dentro, lloraba, porque era su manera de transparentar sentimiento. Y se sentía mal, después, porque a su papá le entristecía verla llorar. Y su mamá… Su mamá era una reina un poco fantasmal, que estaba sin estar. Todas las mañanas organizaba los quehaceres de la cocinera, de su doncella y de los criados que cuidaban de la vida del castillo. Y el resto del día vagaba por los corredores de piedra. Hablaba con quienes le hablaban. Contestaba las preguntas que le formulaban. Incluso sonreía a quienes sonreían. Pero era una sonrisa tan desvaída y vacía de todo, que parecía más bien la contracción de dolor de su cara. Y, ¿cómo iba a saber sonreír la princesita si su madre nunca le había enseñado?
»Su papá estaba desesperado. Su mamá no se pronunciaba (no lo hacía nunca, de hecho). La pequeña princesa triste lloraba cada vez más, infeliz por no ser capaz de dar a su padre lo que éste esperaba de ella. Afrontaba con valentía su mirada defraudada cada mañana, y al no ver ni un poquito de confianza, sino amor roto, lloraba. Salía corriendo de la habitación, cualquiera en la que se lo encontrara, y lloraba. Un día, dos días, incluso tres. Y cuanto más lloraba, más le gustaba, porque así son las princesas lloronas. ¿Qué iba a hacer si no encontraba nada que la hiciera tan feliz que le arrancara su primera sonrisa, aunque fuera una sonrisa un poco moribunda, quizás un poquito coja de un pie o con reuma de un lado?

»Ella nunca había conocido a la ninfa de los sueños. La ninfa de los sueños se esconde tras las sonrisas. Vive en la risa de los peces, en los pasos trastabillantes de los cachorros de suricata y baila encima de la nariz de los ornitorrincos. Es como una niña chica. Le encanta volar en los columpios, trepar sobre los árboles y esconderse en los ojos. Sólo la ves cuando la alegría desborda tanto, tanto, que asoma su pelo alborotado en el brillo de la pupila feliz.
Pero hay alguien a quien no se le resiste. Siente debilidad por él. La ninfa creció rodeada de duendes y hadas con extrañas habilidades, pero nadie como él. El trasgo gitano sabía hacerla reír de verdad. Cuando jugaban a esconderse, podían pasar semanas hasta dar con él, cuando normalmente con sonreír a los árboles, estos le revelaban cualquier escondite. Cuando el trasgo tocaba la guitarra para ella, las estrellas tiritaban, y la luna relucía en plata y hojalata. Al alzar su voz, una voz púrpura con aroma a uva, los árboles se mecían al son de sus canciones.
»Sabía hacer poesía, el canalla. Unía tres palabras y en sus manos tenía el mundo. Y vivía con la alegría del que ama lo que hace y hace lo que siente. Es por eso que la ninfa no fue quién de resistir su aplomo. Cada vez que el trasgo gitano sacaba su fuerza, allí estaba la ninfa, expectante, curiosa por naturaleza, dispuesta a mostrar su revuelta cabellera al niño de sus ojos, aquel que sabía hacerse sentir tan verdadera.

»Y así fue que un día, hace tanto que ya nadie lo recuerda, el trasgo gitano besó la frente del primer niño flamenco, que al crecer cantó con tanta fuerza y maestría que consiguió sacar una sonrisa a la princesita triste.
 
(¿Quieres saber dónde tuvieron Borja y Paula esta conversación?)

No hay comentarios:

Publicar un comentario