domingo, 9 de enero de 2011

Encajó la llave en la cerradura

Encajó la llave en la cerradura. Pero no oyó el clic acostumbrado. Los ruidos y las voces retumbaban en el edificio, atravesando las paredes de ladrillo avejentado. Entró en el pequeño apartamento, a oscuras, y vislumbró dos puntos de luz desde el pasillo. Tampoco escuchó las patitas sobre el parqué, porque los gritos seguían ametrallándola. “A ti tampoco te gusta el odio, ¿verdad, pequeñuelo?”, tendió su mano, y notó el lomo de aquel bichito peludo. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando oyó el sonido del cristal redoblando en el piso superior. Entonces, notó el peso del gato en el hombro. “Sí, vámonos”, susurró. Si dejas una manzana podrida en un cesto, las demás también enfermarán. Qué rápido se puede marchitar la alegría.

Salió a la calle, y sin querer sus ojos buscaron la sombra de aquel segundo piso de amor podrido. No le gustó lo que vio. Nunca le gustaba. Cuando notó las lágrimas en sus ojos, sus pasos se aceleraron. Callejeaba las calles oscuras y estrechas. Buscaba rincones oscuros. O no. Qué sabía... Ante su indecisión, el gato saltó al suelo con elegancia, y siguió andando. No miró ni una vez atrás. Iba rápido, aunque no tanto como para que ella no pudiera seguir su ritmo. Parecía saber perfectamente a donde tenía que llevarla. Dobló la esquina, y entonces comenzó a trepar por un canalón. Era un callejón más, lleno de pisos con tendales, de esos de zona de las afueras, con las sábanas delante escondiendo la ropa. El gato se sentó en un tejado a esperar. Clara observaba. Había una especie de hechizo en el ambiente que le provocaba expectación. Hasta se le pasaron las ganas de llorar.

Escuchó un portal abrirse, y un gitano salió de él. Sus ojos se encontraron, y frenaron el tiempo con una descarga eléctrica.

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