domingo, 16 de enero de 2011

Kavi escuchaba el gotear constante (I)

Kavi escuchaba el gotear constante, tranquilo, contra las tejas. Era de veras un sonido relajante, de esos que hacen asomar una sonrisa. Lo único que no le gustaba de la lluvia era que los gatos no venían a escucharle tocar, y se sentía un poco solo sin esas siluetas moviendo colas sobre los tejados, en las noches de sombras.

Era una noche de invierno, y el frío húmedo del país de los charcos se colaba por entre los resquicios el ventanal. De vez en cuando le acariciaba un escalofrío, y él bebía un sorbo de su taza humeante.

Toctoc

Kavi sonrió. La puerta se abrió, y una naricilla morena se asomó, insegura.
-Tengo frío, Kavi –barbotó, excusándose, el gitanillo.
-Pasa, bichejo –y le hizo un hueco entre las mantas y la colcha. Se arrejuntaron, y Kavi notó el frío de su hermano -. Y tenía un poco de ganas de una historia –entornó la cabeza y miró hacia arriba, con esos ojazos verdes de cachorrillo.
-¿De una historia bonita, Jal?
-Sí, sí., De una historia de sonrisa grande y abrazo de tigre.
-¿Y luego te duermes?
-¡Claro! –se hizo un ovillo.
-Pues te voy a contar… la historia de la niña del corazón mecánico.
 »Érase una vez una niña. Era un poco feúcha, de esas niñas de piernas flacas, tobillos delgados, ojos vidriosos y sonrisa melancólica.
-¿Qué es melancólica?
-Que está triste, porque siempre esperó a que llegara algo, y con el tiempo la pena le ha mojado el corazón.
»Le costaba acercarse a la gente, porque los hacía bajar la cabeza y sentir su pena. ¡Y no sabía por qué! Ella no se había sentido jamás contenta, y por eso no lo echaba de menos. Su tristeza innata, tan fuerte y segura de sí misma, contagiaba a los demás.
-Jo, Kavi, yo quiero enseñarle a sonreír…  ¡con lo chachi que es!
-¿A que sí? Pero, ya verás, ¡a lo mejor aprende!
»Un día estaba la niña sentada en su ventana. Le gustaba sentarse allí, porque podía balancear sus piernas sin tocar el suelo. Porque era muy alta, todas las sillas le quedaban cortas y sus pies tocaban el suelo. Y pasó por el cielo una gaviota, y la vio ahí, tan solita, con esa cara de tristeza, tan feúcha, alta y delgada. Sintió pena, y la quiso ayudar; por eso le llevó una lombriz, que era lo que ponía de buen humor a sus gaviotillas. La niña, que aunque triste, era curiosa, cogió la lombriz y jugó con ella, pero eso también la apenó. Y entonces la lombriz le susurró: “a mí me alegra mucho la lluvia. ¡Cada vez que llueve, yo salgo a bailar!” Y entonces la niña la devolvió al jardín, y se dispuso a esperar a que lloviera, para bailar bajo la lluvia. Y como en el país de los charcos llueve muy fácil, al poco rato las nubes se escurrían, y la niña estaba de pie, en medio de aquel gran jardín, esperando a que la alegría la inundara por dentro y le entraran ganas de bailar.
»Pero las ganas no llegaban, y una nube la vio allí, tan triste, flaca y sola que se acercó a ella, y le preguntó qué le pasaba. La niña se encogió de hombros, porque lo cierto es que se sentía como siempre. Y entonces a la nube se le ocurrió proponerle que llorara con ella. Y la nube la subió a un árbol para que estuvieran cerca, y las dos lloraron hasta que la nube se quedó seca, y con el viento se alejó de la niña, que ahora estaba triste, sola, mojada, y además subida a un árbol del que no sabía bajar.

(sigue cuando luna esté llena)

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