lunes, 30 de mayo de 2011

El gordito pobre y el pobre gordito.

¿Conocisteis alguna vez a un gordito que fuese pobre?
Yo sí.
Era un chico estupendo. Sonreía desde el fondo del alma, porque aunque apenas tenía nada (apenas la ropa que vestía y un libro que guardaba en el bolsillo), su mayor tesoro era una hoguerita de amor propio que guardaba dentro de él mismo. Cuando era pequeño, su mamá encendió una brasa, y desde entonces, él la había alimentado con todos los maderitos que encontró a su paso. Y como jamás había dejado de caminar, tampoco había parado de encontrar maderitos por todas partes. Incluso cuando no había maderitos, cogía periódicos mojados, los dejaba secar, que las noticias malas se mezclaran con las buenas, y así lo usaba para avivar su hoguerita.
Su día favorito era el solsticio de verano, la noche de San Juan. Ese día se acercaba a la playa más cercana que cruzara su camino en aquel momento, con la esperanza de encontrar en esa playa una hoguera de las que sólo hay en San Juan; de esas en las que asan chorizo y sardinas; de esas en las que se espera a que las llamas estén tranquilas para saltarlas y que así los espíritus feos no se acerquen en todo el año. Porque si a algo tenía miedo el gordito pobre era a que un espíritu malvado se acercara a su hoguerita y soplara, soplara, soplara hasta apagársela. Y también por eso, lo que hacía era mantener calentísimas las brasas, para que si soplara lo único que sucediera fuera que las llamas crecieran.
Era un chico gordito, porque aunque no tenía dinero, tenía un corazón precioso y tan, tan acogedor, que por donde iba hacía amigos que lo invitaban a suculentas comidas. Porque todo el mundo quería acercarse a él, por ese imán imparable, que atraía de una manera implícita y sorprendente. Dentro de él se escondía un duendecillo formidable, primo segundo del Príncipe de las Sonrisas (ese niño gitano de sonrisa de ardilla indomable), el Niño Cazador de Luciérnagas.
El gordito pobre siempre sonreía, porque aunque era pobre y no sabía a donde le llevarían sus pies, tenía lo esencial para vivir.

Una vez el gordito pobre pasó por una ciudad de contrastes. Las ciudades de contrastes son esas en las que el barrio rico está en el Norte y el barrio pobre en el Sur, y se nota un montón cuando vas de uno a otro, porque en uno hay señores muy ocupados con coches caros y grandes, y en el otro la gente se sienta en la calle descalza a mirar al cielo. Lo malo es que además de gente descalza, también hay gente que se pelea, y gente que roba, y gente que negocia en voz baja, porque algunos tienen la ambición de cruzar al barrio rico, y para poder llegar allí necesitan ganar dinero y poder, y a veces los caminos de la opulencia van por el lado oscuro y sucio de las calles.
En el barrio del Norte de la ciudad de contrastes vivía un pobre gordito. Sus papás no eran papás, sino padres. Habían trabajado muy duro para conseguir lo que tenían, y seguían trabajando así de duro para poder mantenerlo. Estaban tan concentrados en ello, que muchas veces el pobre gordito creía que se les había olvidado sonreír. El chico recordaba que siendo más pequeño, su padre jugaba con él a levantar castillos de naipes. Al principio los levantaban juntos, entre los dos ponían cada pequeña torre. Si el castillo se derrumbaba, se reían y lo intentaban de nuevo. Ahora su padre se había olvidado de él para jugar, y levantaba su castillo de naipes tan, tan concentrado que cada vez que se caía, se mordía la lengua y lo montaba de nuevo, sin reír ni siquiera un instante.
El pobre gordito tenía todo lo que quería, menos lo esencial.

Cuando el gordito pobre llegó a la ciudad de contrastes, visitó cada barrio, y conoció gente de uno y otro lado. En el barrio del Norte conoció a una viejecilla de piel estirada y lisa que le regaló los zapatos viejos de su hijo, que tenían las suelas sin agujerear y los cordones sin roer, que hacía años que no volvía a verla. Le invitó a ver una película en su casa, y le hizo una merienda estupenda, con sándwiches y aceitunas. El gordito pobre acabó con dolor de tripa, pero la verdad es que se lo pasó genial.
Al día siguiente fue al barrio del Sur, y mientras cruzaba una calle, un balón rodó hasta sus pies.
-¡Chico! ¡Pásamela! –le gritó un chico de su misma edad.
El gordito se la pasó, sonriendo en bajito. La cogió y siguió jugando. El gordito siguió andando, y escuchó de nuevo que le llamaban.
-¡Gordito! ¿Quieres jugar un partido?
El gordito se acercó a ellos en respuesta, y continuaron con el partido.
Cuando el sol estaba por encima de los edificios altos del centro de la ciudad, las mujeres comenzaron a salir a la calle, y el gordito vio un montón de nombres volar por encima de ellos.
-¡Juan! ¡A comer!
-¡Pedro!
-¡Sara!
-¡Martín!
-¡Charo! ¡Ahora mismo a casa!
Y los chicos empezaron a dispersarse. El gordito se sentó en el bordillo, se sacó el libro del bolsillo de atrás y siguió leyendo. El chico que le había llamado para jugar se acercó a él y le preguntó qué leía. Así se sentó a su lado, y hablaron. Una mujer enfadada sacó la cabeza del primer piso del edificio de enfrente, y apuntando al chaval con un cucharón de madera, le amenazó con dar su comida al perro. Entonces, el niño se disculpó, y se fue corriendo. El gordito siguió leyendo.
De ahí a un rato, la mujer volvió a sacar la cabeza por la ventana, y amenazó al gordito con que subiera a comer, a no ser que quisiera que ella bajara a por él.
-¡Primer piso, lado izquierdo! ¡Se me están enfriando las salchichas!
El gordito se guardó su libro, y subió corriendo las escaleras. La mujer enfadada le daba un poquito de miedo, pero sin saberlo ella también había echado un maderito en su hoguera interior, así que él se sentía obligado a sentarse a su mesa y comer aquellas salchichas de barrio del Sur.

El pobre gordito se encerraba cada día en su casa para jugar a la consola, para leer libros, para pintar mundos y para soñar en silencio (porque a papá le ponía nervioso el ruido). Iba del colegio a casa y de casa al colegio. Y los miércoles un señor con bigote que trabajaba en su casa le llevaba a clases de pintura, y dedicaba dos horas a la semana a pintar fuentes con naranjas, o jarras de limonada. A veces también pintaba pepinos, si la profesora estaba contenta.
Un día al bajar del bus del colegio, se encontró al gordito sentado en el bordillo de su casa, y aunque le quiso preguntar qué hacía, no fue capaz, bajó la cabeza y entró en casa corriendo. Durante varios días se encontró al gordito pobre por la ciudad. De camino a la clase de pintura, y al salir de la clase. Pero siempre tenía vergüenza a hablarle. Era tímido y un poco cobardica, y además no estaba acostumbrado a querer hablar con desconocidos. Tenía miedo, miedo de ese que te enseñan a tener cuando eres pequeño si no quieren que te metas en problemas y que no te pase nada malo; miedo de ese que olvidas tener cuando no tienes nada que perder.
Así que el segundo miércoles que salía de la clase de pintura, mientras esperaba al señor con bigote, el gordito pobre pasó por la puerta de la clase, y el pobre gordito le sonrió, y luego bajó atemorizado la cabeza. Sin quererlo echó un maderito pequeñín en la hoguerilla del gordito pobre, y este, alimentado por la fragilidad de su sonrisa, se acercó a él, y al ver el cuadro que el otro chico escondía, le preguntó si se lo dejaba ver. Los ojos azules del gordito pobre hicieron magia y al pobre gordito se le cayó un poco de miedo por un agujero escondido en el bolsillo izquierdo. Eran pepinos. Unos pepinos deliciosos, que prometían una ensalada fantástica, con lechuga, tomate, maíz, y quizás incluso queso y manzana. Hablaron cinco minutos.
El pobre gordito no lo volvió a ver, pero no olvidó jamás aquella sonrisa llena de espumas y golondrinas. Esa sonrisa del correcaminos más ambicioso de vida del mundo. La sonrisa del primer protegido del Niño Cazador de Luciérnagas.

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