miércoles, 27 de octubre de 2010

Llenó un plato de migas.

Llenó un plato de migas y al acabarse el polvorón le entró un sabor muy grande a Navidad. Le encantaba el cambio de estaciones. La primavera olía a fresco, a calentito y a verde. El verano traía sensación de playa, y el sol mañanero animaba a salir a la calle. Pero desde pequeña lo que más le había gustado era el otoño. Sus ojas caídas, el romanticismo de las primeras lluvias grandes, pasear por calles mojadas de las que la gente se protegía bajo el techo de sus casas. En su cabecita, había mezclado el otoño y el invierno, porque no quería tener uno sin tener el otro, así que la estación duraba desde octubre hasta febrero, y le gustaba que así fuera. Las ojas caían, llovía mucho y hacía frío por las noches; además, al levantarse para ir a clase tenía que ponerse sudaderas y gorros.

De vez en cuando se encontraba a algún otro loco que había salido a pasear bajo la lluvia. O a algún señor de esos que van con un gorro impermeable de cuadros, calado hasta las orejas, y con un perrito, también enfundado en un impermeable a cuadros. Le gustaba mirar al cielo mientras llovía, y ver el agua caer. Le gustaba que las gotas resbalaran por su cara. Le gustaba quitarse las gafas y ver todo lleno de puntitos de colores, sin formas atando su imaginación. De pequeña siempre jugaba a ver el otro lado de la ría sin gafas, e imaginar que cada puntito de luz era una familia de luciérnagas. O también que un pintor había decidido pintarla a modo impresionista, y que ella tenía la suerte de ser la única en contemplar su obra, desde su palacio en lo alto del monte.

Lo malo de haberse ido era que echaba de menos la lluvia. Salir corriendo a meterse debajo de algún soportal. Ir racaneando cornisas a las señoras mayores, que iban con su carrito y su paragüas, y aun así se metían contra la pared de los edificios. Pasear con las manos en los bolsillos, la ropa empapada, mirar al suelo y ver a su perro sonriendo, contento de pura vida. No era cierto que las nubes lloraran la muerte de un amor. No aquellos días. Ella creía que habían cogido la rutina de llorar todas las semanas un poquito, para no inundarse por dentro. En aquel país lleno de charcos, era fundamental la continuidad, porque sino sus habitantes se podían acomodar al sol y a la facilidad de no tener el paragüas siempre a punto. Al principio sólo las flores se alegraban cuando llovía. Luego, la gente se hizo al agua y descubrió que la versatilidad del clima era un estupendo tema de conversación para el ascensor, y los tímidos pudieron tener algo de lo que hablar sin sentirse acobardados.

Le entró la risa al recordar el segundo día que vio llover en su nueva ciudad, que la gente decía que llovía a cántaros, y sorprendida salió a la calle y vio que apenas lloviznaba. Eso sí, el viento jugaba a mejorar su velocidad. Como le entró nostalgia, pidió una pizza y se puso una peli para ver mientras oía a la lluvia cantar contra el cristal. Y se durmió relajada. Nada la tranquilizaba más que el pulso, irregular pero constante, de las gotas.

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