miércoles, 27 de octubre de 2010

La niña de los pies de plomo.

La niña de los pies de plomo salía hasta tarde y sonreía al amanecer. Cuando el sol besaba su rostro de porcelana, la niña reía, y la luna le contaba historias. La niña de los pies de plomo tenía alma de poeta, y buscaba inspiración en noches frías y escenas de invierno. Ella, que hablaba con ardillas, jugaba con las ninfas y lloraba emoción con los dedos al piano. Ella era la niña de los pies de plomo, la que rompía huevos al preguntar comportamientos y cuestionaba el movimiento de las nubes.

La niña de los pies de plomo tenía miedo a que sus fantasmas se hicieran grandes dentro de ella, y por eso lo que hacía era acariciarlos todas las noches. Trataba de tenerlos contentos, y por eso sonreía mucho. Si cuidaba de ellos, luego le regalaban trocitos de primavera, y durante el invierno lluvioso lo agradecía, porque la lluvia, cuando venía a mares, encrespaba el pelo y humedecía el corazón.

De esta manera había conocido a la ninfa de los Sueños, al duende de la Suerte Calabaza, al oso y a todos los demás niños que jugaban en el palacio de los ocho deseos. De vez en cuando conocía a algún niño nuevo, y le agrandaba la sonrisa compartir su suelo. Porque aunque tuviera unos pies demasiado grandes, hechos de un material demasiado pesado, tenía una mentalidad preciosa, de esas que inclinan la cabeza hacia atrás y mira siempre a las nubes, buscando el lado bueno de las cosas. Porque un día se propuso ser muy feliz, y después cogió carrerilla.

Cuando algo no le gustaba a la niña de los pies de plomo ponía cara de melancolía. O eso le habían dicho sus amigos. No le gustaba enfadarse, que luego volver a sonreír era más difícil. Y luego ya no había quien parara, que su cabeza tendía a andar en espiral, y eso sí que no, que luego torcía el gesto.

La niña de los pies de plomo escribía con letra redonda en libretas pequeñas, con tapa de cartón. A poder ser verdes, como la hierba que le acariciaba los pies allá, en su palacio, junto a sus duendes y sus ninfas.

Que allí bailaba con lobos, jugaba a pintar nubes con esmalte de uñas y soñaba en voz alta. Allí nadie le recriminaba ir desnuda y el sol le acariciaba la piel cada mañana, dándole los buenos días. Allí la luna le guiñaba un ojo y las estrellas fugaces le arropaban, al son de aullidos de silencio.

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