domingo, 13 de febrero de 2011

Si había algo que le fastidiaba a Clara de ser pobre

Si había algo que le fastidiaba a Clara de ser pobre era vivir en esa casa con las paredes de papel. No sólo tardaba en dormirse, envuelta en las peleas del matrimonio del tercero. También se despertaba escuchando las mismas canciones de siempre, esas que sonaban a radio comercial, a calimocho y a colonia de chico. Por eso se había habituado a madrugar los domingos, para despertarse entre rayos de sol y recuerdos de infancia, con esa sensación que la inspiraba a ensalada con queso y manzana, a filetes empanados y a tortilla de patata. Por eso los domingos madrugaba, y ponía ella la música. Porque era su único día, y su día especial no tenían derecho a estropeárselo aquellas paredes de papel del cuerno.

Pero aquel viernes era más de los de siempre. De llegar rendida de la frutería, hacer pizza y ver una peli. Y a medianoche, salir a dar un paseo, dar tiempo a la pelea habitual, y volver a casa para dormirse envuelta en su abrigo de paz y calma. Así que se dio su tiempo, y para cuando tocaba el paseo, se enfundó en abrigo, guantes, bufanda y una sonrisa temporera, y salió a la noche. Y fue callejeando, perdiéndose en un laberinto de piedras y pensamientos.

Entonces, un sonido de marineros, poesía y vino la sacó de su pecera. Y la condujo en su hechizo hasta un estrecho callejón. Dos cubos de la basura pintarrajeados franqueaban la entrada, con un gato sentado al trono. Nadie más. Pero alzó la vista, y vio en una terraza una figura tocando el acordeón. Y, frente a él, desde los tejados, un puñado de gatos escuchaban atentos. Clara se detuvo, como una gata más, hechizada por aquel sonido mágico, tierno, puro y místico.

Miraba, intentando escrutar la noche, pero las sombras oscurecían los detalles. Así que se dejó envolver, y se sentó en un escalón, mecida por la música.
¡Qué música!
Qué música…

Y estaba tan a gustito allí. No se había sentido tan bien en ningún otro sitio desde hacía mucho tiempo. Daba igual que llevara media hora sentada en un escalón frío, mojado, en medio de la calle y a mitad de la noche. Se sentía mejor que en un palacio, realmente.

Y entonces la música paró. Escuchó cómo abrían una puerta, movían una silla y cerraban. ¿Cerraban? No, no. Aún no.

-¿Hola? –susurró una voz.

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