lunes, 13 de agosto de 2012

El niño ángel

Darian estaba condenado. Siempre lo había estado. Había nacido condenado a sus propias magias interiores, y aligerar su condena solo lo castigaría y le cegaría ante la perspectiva de una triste vida, ajena al despropósito y la fantasía que su locura le tendía. Porque quizás Darian estuviera loco, pero la suya era una locura refinada.

Desde pequeñito había sido un niño especial. Su mamá lo veía el niño más hermoso del mundo, como todas las mamás. Pero era cierto, Darian tenía un trato con la belleza. Ella le haría partícipe de sus maravillas, y a cambio él debía saberse manejar. Quizás esa era la diferencia entre Darian y el resto de las personas. Aquel niño tenía hipersensibilidad, y veía el mundo como una combinación de elementos armónicos que jugaban al equilibrio con lo bonito.
 
Desde chiquito, se entretenía viendo al viento cantar entre los árboles, a las hormigas correr en fila india y a los murciélagos cazar mosquitos. Era un observador nato. Había tantas cosas que ver en el planeta que no podía dejar de buscar nuevos estímulos de fuera. Hasta que un día se enamoró.

Darian vio a su primera ninfa con siete años. Él estaba sentado a la orilla del río, habiendo rebotar piedras en el agua mientras su madre y su perra paseaban. En la otra orilla, a menos de diez pasos de donde él estaba, se sentó una chica a leer. Tenía el pelo rubio, largo, y la piel tostada. Entonces se cruzaron sus miradas. Los ojos de cristal de aquella niña se zambulleron en el ansia observadora de Darian, y llegaron tan hondo que de pronto el crío se vio sumergido en la belleza más humana y miserable.

Darian sintió el peso de su condena más fuerte que nunca, por primera vez esclavo de su naturaleza de angelito observador, expuesto a la vida pero ajeno a sus placeres. Darian supo entonces cuan enorme se le hacía su camino, condenado a amar por siempre a la hermosura, sin saber manejarse entre sus redes, observando y escuchando, esperando quizás para siempre la oportunidad de devolver su amor al mundo.

A los siete años, a Darian lo visitó un trocito de luna y se le incrustó en el corazón. Y desde entonces ha estado condenado a amar lo hermoso, más allá de voluntad, espacio y tiempo.

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