jueves, 6 de octubre de 2011

Los cuentos de tus silencios.

Érase una vez un lobo. Un lobo de hocico afilado, de lengua colgada en sonrisa sobre los colmillos.
Y érase una vez un conejo. Era un conejo poeta; un conejo observador, que sacaba el hocico por la madriguera y olisqueaba todo lo que escribía.
El conejo era un animal extraño, pues nada le atraía más que la dificultad. Por eso corría ante las lechuzas, soplaba en las orejas de los osos y tiraba del rabo de las mofetas. Lamía el hocico de la misma muerte.

Una noche se escondió en la hoquedad de un árbol, y salió a ver la luna. Mientras dejaba volar su inquietud, el lobo pasó bajo el árbol y se sentó un poco más allá, mirando al cielo. El conejo se sobresaltó, y en un primer momento corrió a la hoquedad, de nuevo. Pero el lobo soñaba, ajeno a todo, y el conejo se maravilló. Observó sus orejas erguidas, su cola abaneándose. Atrevido, se acercó, y desde un lateral vio sus ojos.

Qué ojos.

El conejo se dejó llevar por esos ojos que le inspiraron mares y meceres. Asustado, corrió de vuelta a su madriguera.
Pero no era capaz de apartar su mente de aquellos ojos. Volvía cada noche al árbol, esperando impaciente. Se llamó inútil, ingenuo, abrazafarolas, bizarro y jamelgo. Pero, al fin, una noche el lobo volvió. Y el conejo, atrevido, se acercó a él. Incontenible, fue de frente hacia él. Inconsciente, miraba sus ojos, aquellos ojos mágicos.
Entonces el lobo lo miró. Y el conejo sintió tantas cosas. El conejo escuchó los cuentos que el lobo cantaba a la luna, las poesías que le cantaba.

Como yo, el conejo se enamoró de los cuentos de tus silencios.


7 de julio del 2011
(Ortiguerra)

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