jueves, 13 de octubre de 2011

Ella era la gitanilla de sus ojos.

La hermanita en la que nunca se había fijado, porque siempre guardaba sus ases en la manga, siempre mirando al infinito desde la retaguardia. Parecía que así lo había planeado de pequeña, pasar desapercibida como patito feo para que al convertirse en el cisne más hermoso de todo el lago.
Sus ojos marrones, esos ojos que inspiraban alegría innata. Su pelo negro, largo, y su cascabel sonando a su paso. Su sonrisa cómplice, animando a salir a comerse el mundo.
¿Cómo había tardado tanto en encontrarla?

Todo fue a partir de una noche de lluvia. No es que lloviera mucho allí, pero esa noche concreta recordaba los goterones colándose por el cuello del abrigo. Aquella noche se fijó por primera vez en su sonrisa de hermana. Irse de fiesta había sido una buena idea. Probó la droga de sus sonrisas, y desde entonces no ha querido dejar de recordarla al menos una vez por semana. Y recordarla le inspira historias. Le inspira cuentos.

Y se preguntó, ¿qué historia querrías contarle?
Pensó, pensó, pensó.
Y de pronto el pequeño selenita le susurró una historia…

Érase una vez un elefante negro. Era un elefante grandote, abrazable, tranquilo y maloliente. Como era maloliente, sólo se acercaban a él los jabalís, porque ellos también se rebozaban en barro y olían tan mal como él. El elefante negro era feliz entre aquellos pequeños animalejos. Sabía que no eran como él, pero también tenían colmillos, así que se sentía como su hermano mayor. Los jabalís adoraban al enorme animal. Y es que el elefante negro se sabía un montón de historias, porque había conocido a muchísimos animales, y tenía una memoria tan fantástica que jamás olvidaba una voz, ni aquello que la voz le había contado.
El elefante negro contó una noche que él había viajado a lugares lejanos. Contó la historia de la ciudad. Porque en una ocasión el elefante había viajado a una ciudad. “¿Y cómo son las ciudades?”, preguntó un jabalí, emocionado ante algo tan extraño. “Veréis, las ciudades son lugares hostiles a primera vista. Nadie se te acerca a dar conversación, nadie escucha las historias que la calle susurra a través de las alcantarillas. Nadie da de beber a los sedientos, ni cama a los viajeros. Pero todo es saber buscar. Una vez aprendes a moverte, descubres lugares estupendos. Las ciudades tienen de bueno que hay tanta gente que nadie repara en animales grandes como yo. Y por la noche, un montón de gente tira tesoros en unos cubos gigantes, que recogen al cabo de las horas para llevárselos a la tierra de los tesoros. Si eres listo, puedes hallar maravillas rebuscando entre lo que la gente tira. Como yo huelo mal, y nadie repara en mí, podía buscar a mis anchas” contó el elefante. Los jabalís escuchaban extasiados al elefante negro.
Una vez encontró entre los tesoros un contrabajo. ¡Imagínate qué afortunado se sintió! Y es que resulta que el elefante negro tenía música y soles cosidos en su gruesa piel oscura, y aquel contrabajo fue para él la manera de canalizar todo aquello que la ciudad le hacía encerrar en su coraza. Solamente podía mover el arco por las cuerdas con su trompa, pero daba igual, él era feliz. Por las noches, se llevaba el contrabajo a un parque, y allí tocaba, tocaba, tocaba.
Una noche, mientras rebuscaba tesoros, vio una cola larga y pelada moverse bajo sus patas. Ahogó un barrito, y se quedó más quieto que una estatua, notando un escalofrío recorrer su larga columna. Tanto, tanto duró el escalofrío, que cuando se dio cuenta, una rata lo miraba desde encima de una caja. Tenía en las manos un bote de cacahuetes, y le ofreció uno. El elefante sonrió, pese al miedo que aún sentía, y se llevó el bote a la boca. Sin saber cómo ni por qué, comenzaron a hablar, y para cuando se dieron cuenta, estaban yendo al parque al que el elefante siempre iba a tocar de noche.
Al llegar allí, el elefante negro afinó a su manera el instrumento, y la rata se sentó en frente, viéndolo tocar. Cuando se aburrió de escuchar siempre las mimas cuatro notas, se subió al mástil y empezó a pulsar las cuerdas. ¡Qué sorpresa la suya al ver que las notas variaban! ¡¡Y qué sorpresa la del elefante, al notar a la rata corriendo de arriba a abajo del contrabajo!!
Durante mucho tiempo, el elefante negro y la rata compartieron noches en vela tocando, en aquel parque amable, que los aceptó a la luz de una farola como a huéspedes de honor, dando conciertos a la luna.
Fue entonces quizás que la música comprendió que estaba hecha para ser compartida, y desde aquel día cada vez que un elefante escucha jazz, nota un pálpito de alegría y añoranza, y cuando una rata oye un contrabajo, sale de su casa a olisquear la música de la calle
 Y es por eso que cada vez que un músico toca en la calle, la magia del elefante negro, cuentacuentos de la sabana, se le mete entre las venas y no puede dejar de sentir la emoción contenida de los jabalís que oyen su historia.

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