lunes, 2 de mayo de 2011

Había una vez un señor importante.

(¿quieres leer la versión original en gallego?)


Había una vez un señor importante. Vestía traje, pantalones de pinza, camisas de un solo color y corbatas negras. Bueno, a veces azul marino. Era jefe de un banco importante, y llevaba siempre un maletín negro lleno de papeles importantes. Y a su cargo tenia un importante número de empleados. Se ocupaba de asuntos importantes, y su superior estaba orgulloso de poder contar con tan seria y responsable persona.
No era padre de familia, ni tío de ningún niño risueño, ni dueño de ningún perro de esos con pulgas en el culo. No tenía mujer ni hijos, y todos los domingos comía solo. Contra todo indicio, no ponía las noticias para comer, porque no le gustaba la televisión. Tampoco le gustaba demasiado leer el periódico, pero lo tenía que hacer para poder dar la talla en el trabajo. ¡Los hombres importantes tienen que estar al tanto de lo que pasa en el mundo!
No era demasiado feliz, pero iba tirando. Cuando alguien le paraba por la calle, tratándolo de usted, y le preguntaba qué tal, respondía “vamos tirando” con cara de circunstancias. Y todos le devolvían la cara de circunstancias, aunque no supieran qué carajo de circunstancias tenía el señor importante.
De vez en cuando, tenía que hacer un viaje por motivos de trabajo. Muchas veces la gente cree que este tipo de viajes son sólo la tapadera para escaparse con la amante, pero en el caso de este hombre, no. Él iba a trabajar fuera de la ciudad, y aunque iba por obligación, aprovechaba estupendamente estos viajes para hacer algunas cosas que son un poco menos de señor importante. Menudeces como ir a dar de comer a los patos de los estanques y sentarse en los parques a ver a los niños jugar.
El señor tenía un bigote tupido, tupido, que crecía un poco a lo loco, y que él intentaba enderezar una vez cada dos semanas, con la visita al barbero. El señor no sabía por qué tenía aquel bigote, pero le daba sensación de gustito cuando echaba de menos a alguien, porque se frotaba el bigote, y sonreía un poco más de verdad. El señor recordaba cuando era pequeño, y frotaba el bigote de su abuelo, sentado sobre sus rodillas. El abuelo estornudaba y reía, porque a veces si frotas el bigote hace cosquillas. Su abuelo también tenía bigote, aunque no fuera un hombre muy importante. Pero creo que él si que era más feliz, porque sonreía mucho. Sobre todo, cuando estaba cerca su pequeño, haciendo de las suyas. “¡Este cativo é malo como un demo!” (¡Este niño es malo como un diablo!), decía el abuelo, corriendo detrás de él; cuando lo cogía, lo tiraba por los aires, y el señor importante, que aún no era señor ni importante, gritaba y reía muy alto. Echaba de menos reír tan alto.
Tenía por costumbre ir los domingos a la mañana, después de misa, a tomar un chocolate caliente a una chocolatería cerca de la plaza. La dueña del local era una señora abundante en carnes y alegrías. La chocolatería se había hecho muy famosa a raíz de un suceso acontecido varios años atrás. Resulta que un escritor famoso había visitado la pequeña ciudad de la costa, y había entrado en aquel sitio, atraído por los abundantes jarrones de flores. “Y así fue que entré en un hermoso local, con aroma a chocolate caliente y flores recién cortadas”, había escrito el hombre. Es que la señora vivía en el piso superior, y tenía una terraza llena, llenísima de flores de todos los tipos. Sabía la señora lo que no está escrito sobre cómo cuidarlas, cuales estaban de según qué modo en según qué época del año, y escogía los mejores ejemplares para su chocolatería. “Gústame que a xente entre pola porta e que lle entre a beleza no mirar. A xente é distinta cando ten flores fermosas nos ollos” (Me gusta que la gente entre por la puerta y que le entre la belleza en la mirada. La gente es distinta cuando tiene flores hermosas en los ojos). Y tengo que deciros un secreto: resulta que el señor importante estaba enamorado de la señora chocolatera. Tenía ella un gato precioso. Un gato que sentaba en una cestita que había en la ventana, dando al jardín de atrás (donde también abundaban macetas con flores). La señora chocolatera era una mujer activa, que no paraba un segundo. Ella sola llevaba su pequeño negocio, sin necesitar a nadie más que a sí misma para manejarlo. Conocía a todos por su nombre, pero siempre trataba a sus clientes de usted. Incluso a los niños pequeños, lo que los llenaba de orgullo y amor propio. No se ponía nunca nerviosa con nada, y eso era lo que más le gustaba al hombre importante. Para ella, él no era un hombre importante. Era un cliente más, a la altura de un cualquiera de la calle, porque al fin y al cabo ambos tenían el mismo valor. Ambos tomaban una taza de chocolate. Ambos pagaban. Ambos se iban.
A veces ella se acercaba a hablar con él, porque al cabo del tiempo ya se conocían. Ella sorprendía sin querer al señor importante mientras bebía. “¿Que tal está o seu chocolate, señor?”. Y él pensaba, “que molesto que se me llene el bigote de pegotes cuando bebo chocolate”, y después se limpiaba con un pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo. “Estupendo”, decía, y sin atreverse a sonreír repetía “estupendo”. Y entonces ella reía y decía “o chocolate non está pensado para xente da nosa idade, que semellamos nenos cando nos manchamos, señor. Mírese o bigote” (el chocolate no está pensado para gente de nuestra edad, que parecemos niños cuando nos manchamos, señor. Mírese el bigote). Y él se sentía un poco ridículo, y se limpiaba enseguida. Un día, sin querer, se le escapó una carcajada, y ella lo miró, incrédula. “Sempre me pasa o mesmo, señora. Un día vou ter que afeita-lo bigote”. “¡Ah! Logo sentiríase un pouco alleo a si mesmo. Botaríao de menos”. “¡Verá, verá! Un día cortarei o bigote” (Siempre me pasa lo mismo, señora. Un día voy a tener que afeitarme el bigote) (¡Ah! Después se sentiría un poco ajeno a sí mismo. Lo echaría de menos) (¡Verá, verá! Un día me afeitaré el bigote). Y ella sonrió, como quien sonríe a un niño que dice que de mayor va a ser astronauta.
Así que un sábado, que era el día de ir al barbero, le pidió que le afeitara el bigote. El barbero también lo miró sorprendido. “¿Está seguro, señor?”. “Si, claro que estou”, afirmó con rotundidad. Y al día siguiente, cuando fue a tomar el chocolate, la señora ni lo reconoció, y lo trató como a un cualquiera. Ahí fue cuando comprendió el señor importante que no era tan poca cosa, aunque tampoco fuera tan importante. “¿Veu, señora, como afeitei o bigote?”. La mujer comprendió, con sorpresa, con quien hablaba. Asomó una bonita sonrisa por un resquicio de su boca. “Está máis guapo, así”, contestó como quien habla con un viejo amigo. A él se le llenó de ternura la tripa. Y luego puso cara de niño satisfecho. Porque la verdad es que el señor importante tenía un gran niño dentro de él.
Y fue a partir de entonces que empezó a hacer cosas que antes nunca hubiera hecho. Algunos domingos salía en coche por la tarde, e iba a la playa a mirar las olas desde el asiento. Compraba flores y las ponía en una jarra en la cocina. Sonreía para sí mismo por las mañanas, al espejo del baño. Se echaba colonia. Se sentía más joven que nunca.
Un sábado al atardecer le entró una voluntad muy rara, y decidió en un impulso hacer una cosa que llevaba mucho tiempo deseando hacer. Y sin pensarlo más, fue derecho a la chocolatería, y desde fuera del cristal miró a la mujer, que acababa de barrer el suelo. Inspiró, para coger fuerzas. Tocó suavemente al cristal. La mujer, sorprendida, abrió la puerta y dijo “hoxe é sábado, señor, e ademais xa pechei”. “Non, señora, quería preguntarlle unha cousa” (Hoy es sábado, señor, y además ya he cerrado. No, señora, quería preguntarle una cosa). ¿Por qué se tenía que poner tan rojo? “Dígame, señor”¿Por qué se tenía que poner tan roja? “Querería saber se tiña algún plan para hoxe á noite” (Dígame, señor. Me gustaría saber si tenía algún plan para esta noche). “Non, non teño. ¿Por?” .“Gustaríame invitala a cear”. (No, no tengo, ¿por? Me gustaría invitarla a cenar) ¡Flash! Un intento de media sonrisa iluminó la cara de la mujer.

Fue la noche más bonita de la vida del señor importante. Hablaron como niños, sin parar. Rieron, y rieron, y rieron. Tenían tanta vida dentro, que podrían haber pasado la noche hablando. Y aunque eran dos adultos hechos y derechos, reconocieron en los ojos del otro un chispazo de alegría infantil, como cuando dos personas que están destinadas se encuentran, y sienten que las cosas empiezan a ir por su camino. Ninguno le dijo nada al otro, pero ambos lo sabían.
Y el señor importante dejó de ser importante para todos, y empezó a ser importante para ella. Y ella dejó de ser la mujer de nadie para ser la de él.
Las flores crecían con colores vivos en el jardín.

1 comentario:

  1. Te dejo aquí una huellita pequeña escritora ;)

    (soy Bel de tu clase)

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