viernes, 15 de junio de 2012

Yo jugué con un monstruito que parecía un dragón

Tenía púas en la cabeza, dientes pequeños y afilados y ojos de cachorro. No tenía pelo, su piel era escamosa, áspera y rasposa. Sus articulaciones se movían sin un paso en falso, como una serpiente. Su mirada seguía el movimiento, y por su boca oscura asomaba la punta de la lengua. Sonreía bajito, mirando todo desde arriba y riendo. Le divertía la vida.

Yo lo llamaba mi monstruito. Nos íbamos cada tarde de verano a buscar huellas de jabalí al monte. Volvíamos cansados, con ganas de tirarnos en la hierba y no hacer nada más. A veces, cuando salían las estrellas, nos tumbábamos a coleccionar planetas, pero siempre nos acobardábamos porque sabíamos que si los cuentas, te salen verrugas. E imagínate un dragón con verrugas. Perdería su credibilidad.

En una ocasión, mi monstruito conoció a una mariposa. Fue una tarde de agosto, de esas en que el sol se ha cansado de arder con fuerza todo el día. El gran astro se escondía a dormir, satisfecho; los mosquitos nadaban en el estanque del jardín y los murciélagos los raptaban para llevárselos a otro mundo. La hierba respiraba el atardecer. Y una mariposa salió a oler flores. Mientras tanto, el pequeño dragón retozaba entre las gramíneas. No sé bien en qué momento el vuelo de la mariposa cruzó sobre los ojos de mi monstruito, y él la miró sorprendido. Era un bicho pequeño con ganas de correr y comerse el mundo, pero la belleza de aquel ser contuvo en un segundo un microcosmo. La mariposa no se detuvo más que un instante, pero el animalillo ya había absorbido su aleteo.

Y desde entonces, mi monstruito añoraba las alturas que nunca había conocido. Desde entonces, miraba los árboles desde abajo y creía ser gato para trepar a sus ramas enredadas. Las ardillas observaban sus intentos frustrados de hacerse felino. Desde entonces, mi monstruito se asomaba a piedras, soñando lanzarse un día cualquiera, y notar el viento en su cara, y controlar la situación, y aterrizar despacio.

Todos los días despertaba queriendo ser mariposa, y no serlo le hacía sentirse infeliz. ¿Qué podía hacer él, mi pobre dragón de calabaza?

Una mañana se levantó, y entre las legañas que la luna había cosido a sus pestañas, entrevió un capullo de seda colgando del hueco de un tronco. Se acercó, olisqueando, y entonces una cabecita diminuta asomó por el hueco que rompía el precioso capullo. En un suspiro, una mariposa voló fuera. Pero aún no había acabado su transformación, y tenía un ala enferma, que desvió su vuelo hacia la tierra. Se revolvió, intentando alzar el vuelo, pero una lagartija la cogió antes de que tuviera tiempo. La delicadeza de su cuerpecillo destrozó sus promesas de vida. La fugacidad de su existencia atravesó el corazón granate del dragón.

Mi monstruito tenía una cola larga y erizada, que picaba si la acariciabas a contraescama. Yo jugaba con él de tarde en tarde, y explorábamos mundos inciertos. Él no necesitaba explicaciones, pero le gustaban los cuentos después de los paseos largos. Él entendía por qué hamor se escribe con h. El amor es ciego, la h muda, y los actos reflejan mejor los sentimientos que las palabras.

Mi monstruito amaba la belleza por encima de cualquier otra cosa, y eso me enamoró de sus ojos de cachorro. Mi monstruito tenía la capacidad de encontrar el reflejo de su mariposa soñada en cada golpe de brisa.

(Preocúpate el día en que veas que el monstruito de mi interior no sonríe y además tampoco habla)

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