Tenía púas en la cabeza, dientes
pequeños y afilados y ojos de cachorro. No tenía pelo, su piel era escamosa, áspera
y rasposa. Sus articulaciones se movían sin un paso en falso, como una
serpiente. Su mirada seguía el movimiento, y por su boca oscura asomaba la
punta de la lengua. Sonreía bajito, mirando todo desde arriba y riendo. Le
divertía la vida.
Yo lo llamaba mi monstruito. Nos íbamos
cada tarde de verano a buscar huellas de jabalí al monte. Volvíamos cansados,
con ganas de tirarnos en la hierba y no hacer nada más. A veces, cuando salían
las estrellas, nos tumbábamos a coleccionar planetas, pero siempre nos acobardábamos
porque sabíamos que si los cuentas, te salen verrugas. E imagínate un dragón
con verrugas. Perdería su credibilidad.
En una ocasión, mi monstruito
conoció a una mariposa. Fue una tarde de agosto, de esas en que el sol se ha
cansado de arder con fuerza todo el día. El gran astro se escondía a dormir,
satisfecho; los mosquitos nadaban en el estanque del jardín y los murciélagos los
raptaban para llevárselos a otro mundo. La hierba respiraba el atardecer. Y una
mariposa salió a oler flores. Mientras tanto, el pequeño dragón retozaba entre
las gramíneas. No sé bien en qué momento el vuelo de la mariposa cruzó sobre
los ojos de mi monstruito, y él la miró sorprendido. Era un bicho pequeño con
ganas de correr y comerse el mundo, pero la belleza de aquel ser contuvo en un
segundo un microcosmo. La mariposa no se detuvo más que un instante, pero el
animalillo ya había absorbido su aleteo.
Y desde entonces, mi monstruito añoraba
las alturas que nunca había conocido. Desde entonces, miraba los árboles desde
abajo y creía ser gato para trepar a sus ramas enredadas. Las ardillas
observaban sus intentos frustrados de hacerse felino. Desde entonces, mi
monstruito se asomaba a piedras, soñando lanzarse un día cualquiera, y notar el
viento en su cara, y controlar la situación, y aterrizar despacio.
Todos los días despertaba queriendo ser mariposa, y no serlo le hacía sentirse infeliz. ¿Qué podía hacer él, mi pobre dragón de calabaza?
Una mañana se levantó, y entre
las legañas que la luna había cosido a sus pestañas, entrevió un capullo de
seda colgando del hueco de un tronco. Se acercó, olisqueando, y entonces una
cabecita diminuta asomó por el hueco que rompía el precioso capullo. En un
suspiro, una mariposa voló fuera. Pero aún no había acabado su transformación,
y tenía un ala enferma, que desvió su vuelo hacia la tierra. Se revolvió,
intentando alzar el vuelo, pero una lagartija la cogió antes de que tuviera
tiempo. La delicadeza de su cuerpecillo destrozó sus promesas de vida. La
fugacidad de su existencia atravesó el corazón granate del dragón.
Mi monstruito tenía una cola
larga y erizada, que picaba si la acariciabas a contraescama. Yo jugaba con él
de tarde en tarde, y explorábamos mundos inciertos. Él no necesitaba explicaciones,
pero le gustaban los cuentos después de los paseos largos. Él entendía por qué
hamor se escribe con h. El amor es ciego, la h muda, y los actos reflejan mejor
los sentimientos que las palabras.
Mi monstruito amaba la belleza por encima de
cualquier otra cosa, y eso me enamoró de sus ojos de cachorro. Mi monstruito
tenía la capacidad de encontrar el reflejo de su mariposa soñada en cada golpe de
brisa.
(Preocúpate el día en que veas que el monstruito de mi interior no sonríe y además tampoco habla)
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